Hay gente que se quiere sin quererse, que se quiere queriendo a otros, queriéndose en lugares raros, en momentos distintos, en miedos ajenos.
Hay gente que quiere sin saber, que sabe queriendo, que quiere tanto que incomoda, porque el problema está en esa necesidad de querer saber cómo se quiere, de establecer una norma de cómo deben ser las cosas, de cómo se debe querer y como se tiene que ser querido. Porque quererse según se entiende en la cultura occidental es darse mimos, cuidarse, abrazarse, decirse y justificar. Todo tiene que ser claro, concreto, sencillo.
El problema esta cuando querer se vuelve distinto, se vuelve una de esas películas francesas que alguna vez enganchaste en el cable un domingo que llovía, no la entendiste, pero te gusto, te despertó algo, te hizo ruido. Y eso es querer, hacer ruido.
Resonar, sentir, ir a lugares donde nunca fuiste, capaz sin moverte de tu casa, sin salir de vos, sin que lo sepa el otro, pero en el fondo sabes que lo sabe, lo siente y no lo dice, porque capaz tiene miedo, o no, o simplemente no lo entiende y ahí tiene miedo otra vez porque la gente a lo que no entiende le teme, le huye. Tener miedo a querer no es más que tenerse miedo a uno mismo, porque pese a que Disney, la sociedad, mamá, papá o el cura nos digan que querer sana a veces no sana tanto y duele más de lo que cicatriza. Y está bien, porque querer no es más que eso, ser, dejarse llevar, no entender, equivocarse y no arrepentirse, porque si al final no resulta, por lo menos terminas aprendiendo.
Hay gente que se quiere sin quererse, el mundo capaz que no se entere o no se quiera enterar, el mundo capaz no lo sepa, pero ellos sí y con eso alcanza.