De chico recuerdo soñaba primero con ser cantante, tenía una batería de juguete, una mejor amiga que me hacía de corista y cantaba canciones de amor. Después fui creciendo un poquito más y mi sueño se convirtió en una radio, en ese mágico aparato que te puede hacer imaginar mundos nunca antes conocidos o que solo viven dentro de uno, recuerdo que mi entrevistada estrella era mi abuela que nos demostraba en cada programa los secretos para hacer las mejores milanesas, las sigue haciendo igual que aquella vez, pero creo estar seguro en afirmar que el amor no se vende como el pan rallado.
Con el tiempo uno va cambiando sus sueños, los vuelve más adaptables al qué dirán, a las costumbres de todos los días, a lo básico. Ahí es cuando realmente dejamos de soñar.
Yo no sé porque pero un día mi sueño más grande era conseguir un buen trabajo, terminar una carrera y ganar plata, mucha plata. ¿Cuántos de los que están leyendo eso no tienen ese sueño? ¿Es nuestro sueño o es la idea que la vida nos inculca para caerle bien?
Los sueños no son solo sueños, son las cosas que nos hacen ser lo que somos, lo que nos planta en la tierra, lo que nos hace humanos.
Un día soñé con ser yo y nunca me anime, pero por algún motivo el destino con sus idas y vueltas me hizo recordar que yo quería ser cantante, que yo quería tener un programa de radio y contar el secreto de las milanesas de mi abuela, en resumen me recordó que quería ser yo.
Quizá la culpa la tiene el amor, aquel concepto que llamamos cursi, que lo evitamos por el simple hecho de que le tenemos miedo, porque nos hace vulnerables, porque nos pone en el lugar de aquel chico que alguna vez supimos ser y hoy nos da vergüenza, porque nos recuerda que no podemos ser Superman sin alguien que nos sostenga la capa.
Sé que es un divague, pasa que un giro del destino me saco una sonrisa y me hizo acordar de todo lo que era y me mostro que soy todo lo que no quería ser.
Soñar no cuesta nada, se tramita tirando a la basura un par de miedos y dejarse llevar.